lunes, 29 de septiembre de 2014

Sí que vivimos los Cafés Cantantes

En la sala Cero se nos propone el primer festival alternativo de flamenco,  y se nos propone en su segunda jornada un reto interesante. Un recorrido por lo que fueron los "Cafes cantantes" del siglo XIX. Y ya de por sí, este reto me acerca sin duda curiosa a conocer qué fueron aquellos revuelos nocturnos.
 
La voz de Eulalia Pablo, maestra que nos guía con voz rajada y subyugante, y profundamente flamenca por tanto, nos sumerge en ese recorrido, en una época, a través de expresiones populares, de giros y quiebros lingüísticos que nos llevan a otro siglo, y a lugares sevillanos de la noche "cabaretera" gitana. Magistrales esas descripciones, obra del maestro José Luis Navarro. Y nos regala un ejercicio de hemeroteca viva de cómo se configuraron los cantes y los bailes actuales, y cómo se mezclaron desde sus raíces negras traspasando mares para acabar en algunos casos cuajando  en palos consolidados del flamenco. Eulalia nos va dando el pase torero en cada narración, deliciosas,  a las distintas piezas que componen el crisol completo de fusiones.
En el escenario como foto fija, un cuadro flamenco, una coralidad de vestidos,  volantes, de colores, de elegancias con diseños de aquel tiempo, de un abanico de mujeres radiantes, en cuyo centro se sitúan a la guitarra Pedro Barragán y al cante Edu Hidalgo que nos ofrecen una rondeña  y una seguiriya. Gran hacer el suyo.
Al baile Javiera la Moreno, Malena Alba y Ana Moya que salen a escena.
Javiera, pura coquetería en sus tientos-tangos. Esta bailaora tiene alegría en sus curvas y en todo su cuerpo, y en cada paso lo transmite sin disimulo, la lozanía de ir asomando un despliegue progresivo de seguridad en su bullicio de movimientos. El sabor festivo que te deja en la retina de una incipiente madurez  que estalla en sus vaivenes, y en sus recorridos llenos de fuerza y pasión.
La guajira de Malena nos deja unos vuelos del abanico, elemento central,  que evocan fantasías niponas, suaves y juguetonas, pero muy sensuales,  y que a su vez se van tornando en garra elegante. Elegancia máxima. Los malabares visuales de este baile entre cuerpo y objeto nos llevan sin retorno a mosaicos y azulejos andaluces. Tiene dominio del espacio, de las curvas, de los gestos, del llenar con piruetas flamencas de raíz. Embelesa.
Y llega Ana, con una solea rotunda. Esto es capítulo aparte de maestría. Una bata de cola blanca. Un mantón interminable de cielos moteados. La contención inicial en pases de vuelo de la cola del traje requiere ir de menos a más. Y ella sabe dosificar los tiempos y los giros con soltura y total dominio de los volantes y de la cintura. Y alza el mantón en volandas altísimas en giros de vértigo. Maravilloso.  Se queda parada en el sentimiento,  con el ritmo exacto que marca el dolor sordo de la solea, y sostiene el porte y los brazos en fotos estáticas pero donde laten muchas emociones contenidas. Te quedas sobrecogida en muchos momentos. Y luego, en  el desenlace final, va brotando el estallido de quien se suelta el corsé y desata el gitanerío de esa bata de cola, de esa lágrima que componen ella , desde su recogido del pelo negro hasta el último volante. Y termina por jaleos inundando el ambiente de arrebato, y caderas que se celebran a si mismas. Te desatas con ella.
Se termina el Café cantante, y como tiene que ser, finaliza en  algarabía de bulerías, donde todas salen a festejar el fin de fiesta. Un espectáculo cuidado y redondo. Un lujo, esta lección de historia del flamenco vivo.
María N. Limón